Hace un par de días un pequeño tropezón (*) en mi Camino me hizo buscar rescate en uno de los libros de una de mis escritoras favoritas, el "Atlas de Geografía Humana" de Almudena Grandes. El consuelo hallado fué doble (o incluso triple), porque encontré un artículo de Manuel Vicent publicado en la contraportada del País hace unos ocho o nueve años, que en ese momento guardé como un tesoro, pues intuí que esa enseñanza podría salvarme la vida, y no me equivoqué, pues así ha sido. Aprender a afrontar los problemas de uno en uno y a diseccionarlos después para enfrentarme a ellos ha impedido que yo naufragara mas de una vez y mas de dos en las profundidades de la complejidad de mis impetuosas, salvajes y embravecidas emociones
(*) "una piedra en mi Camino, me hizo ver que mi Destino", tropezón y rodilla en tierra, sonrostrón de los que escuecen y pican, cicatriz cerrada en falso que esconde una herida que chia desesperada con el gesto de caer. Levantarse, sacudir la tierra de las rodillas, sorber mocos y secarse las lágrimas, levantar la cabeza, sonreir y seguir adelante. Hasta la próxima, piedra, porque sé que volveré a tropezar contigo
LAS OLAS por MANUEL VICENT
El mar sólo es un conjunto de olas
sucesivas, igual que la vida se compone de días y horas, que fluyen una detrás
de otra. Parece una división muy sencilla, pero esta operación, incorporada a la
mente, ha salvado del naufragio a innumerables marineros y ha ayudado a superar
en tierra muchas tragedias humanas. Recuerdo haber leído, tal vez en alguna
novela de Conrad, si en medio de un gran temporal el navegante piensa que el
mar encrespado forma un todo absoluto, el ánimo sobrecogido por la grandeza de
la adversidad entregará muy pronto sus fuerzas al abismo; en cambio, si olvida
que el mar es un monstruo insondable y concentra su pensamiento en la ola
concreta que se acerca y dedica todo el
esfuerzo a esquivar su zarpazo y realiza sobre él una victoria singular,
llegará el momento en el que el mar se calme y el barco volverá a navegar de
modo placentero.
Como las olas del mar, los días y las
horas baten nuestro espíritu llevando en su seno un dolor o un placer determinado
que siempre acaba por pasar de largo. Cuando éramos niños desnudos en la playa
no teníamos conciencia del mar abstracto sino del oleaje que invadía la arena y
contra él se establecía el desafío. Cada ola era un combate. Había olas muy
tendidas que apenas mojaban nuestros pies y otras más alzadas que hacían flotar
nuestro cuerpo; algunas llegaban a inundarnos por completo con cierto amor
apacible, pero, de pronto, a media distancia de nuestro pequeño horizonte
marino aparecía una gran ola muy cóncava adornada con una furiosa cresta de
espuma que era recibida con gritos sumamente excitados. Los niños nos preparábamos para afrontarla:
los más audaces preferían atravesarla clavándose en ella de cabeza. Otros
conseguían coronarla acomodando el ritmo corporal a su embestida y quienes no
veían en ella una lucha concreta sino un peligro insalvable quedaban abatidos y
arrollados.
Con cuanto placer dormía uno esa noche
con los labios salados y el cuerpo cansado, abrasado de sol pero no vencido. La
práctica de aquellos años baños inocentes en la orilla del mar es la mejor filosofía
para sobrevivir a las adversidades. El infinito no existe, el abismo sólo es un
concepto. Las pequeñas tragedias de cada día se componen de olas que baten el
costado de nuestro navío. La única sabiduría consiste en dividir la vida en
días y horas para extraer de cada una de ellas una victoria concreta sobre el
dolor y culminación del placer que te regale. Una sola ola es la que te hace
naufragar. De esa es de la que hay que salvarse.